Los comentarios que han hecho en el blog estos últimos días han despertado en mí algunos recuerdos, y es por eso que me he animado a escribirlos aquí (a riesgo de que no interesen a nadie)

Siempre fui de las primeras en la cola del almuerzo. La tía Georgina (que aún sigue sentada en la puerta del comedor como pude comprobar en Octubre del año pasado) nos conocía bien a aquellos considerados “cuarto bate” que nos peleábamos por comernos las sobras del día. Así que no hacía ascos a ninguna de las comidas que nos ponían en el comedor, incluso bajo mi instinto de supervivencia intentaba sentarme con aquellas compañeras que sabía dejaban cada día algo de comida en su plato. A pesar de mis insaciables deseos de comer, reconozco que hay 3 comidas a las que no tenía muchas ganas: aquel pescado ( Jurel?) que tenía la piel gris oscura y que servían con arroz blanco era una comida tan mala y seca que sólo podía tragármela a fuerza de buches de agua, la natilla blanca de la que hablaban en los comentarios ( nunca fuí muy dulcera) y los revoltilllos en los que muy a menudo aparecían trozos de cáscara de huevo. Por lo demás cualquier cosa que cayera en las meriendas (torticas, panqué, gaseñiga ) era bien recibida, incluso diría esperada ya que media ahora antes nos pasábamos por el comedor a preguntar que nos tocaba esa tarde. Entre horas, para entretenernos teníamos algunas seños que venían por la escuela (servicio a domicilio) a vender turrón y cucuruchos de maní.
Con el cometido de seguir llenando mi estómago y acallar a mis Oxiuros, como yo, unos cuantos más hacíamos cada día varias “rutas gastronómicas” por el barrio. Había un carrito de granizado en la esquina cada día que con suerte tenía algún otro sabor distinto al anís, sabor que siempre odié. Me encantaban los piononos de la cafetería de 29 y F, y nos matábamos por las fritas y las croquetas “del cielo de la boca” de la otra de 25 y F, en la que también causaban furor los panes con pasta, que era muy ácida y causaba un picor en la lengua que hacía dudar de su procedencia. Incluso teníamos una amplia red de casas en el barrio a las que íbamos a comprar durofrío, chambelonas, raspaduras, melcochas y todo tipo de inventos comestibles. En la entrada del Hospital Infantil Pedro Borrás (que estaba enfrente de mi escuela Manuel Saumell) de vez en cuando vendían unas naranjas perfectamente peladas a base de manivela en un aparato extrañísimo que nunca más volví a ver. Allí también entrábamos a tomar agua fría del bebedero y a pedir chicles a algún que otro extranjero que pasaba por allí de urgencias.
Esto de estar cerca de un hospital infantil tenía sus ventajas, estábamos rodeados de toda una infraestructura al servicio de los niños, pues además de esa “amplia” variedad de productos alimenticios, teníamos un merolico que nos surtía de la última moda en complementos de plástico proveniente de cepillos de dientes, un estanquillo en la que nunca faltaban la Zunzún y la Tocororo, un vendedor de forros de libros, de los de 1 peso que eran de plástico transparente y tenían algún dibujo ( al estilo de Juan Padrón) y que además eran los mejores porque podías usarlos con tantas libretas como quisieras (de todas formas siempre me encantó forrar los libros y recuerdo que los sacábamos recién forrados en el aula para fijarnos cuál de todos era el más bonito)
Por si no fueran suficientes mis comilonas de entre semana, los sábados tras nuestra clase de Coro, mis amigas y yo íbamos religiosamente al Coppelia, no sin antes pasar por Vita Nova. Recuerdo perfectamente el menú: una pizza, un plato de espagueti y luego una ensalada de helado, con 3 bolas de chocolate y 2 de fresa. Y sin esperar la digestión jugábamos a deslizarnos por los muros en rampa de aquel modernísimo recinto. Cuando crecí un poco más y rondaba los 13 años, abrieron además la famosa casa del té de 23 y G, y nosotras como no nos quedábamos atrás también íbamos de vez en cuando a tomarnos un té con Hielo con la satisfacción de estar saboreando la última novedad y sintiéndonos como auténticas “adultas”. En mi primer año en Amadeo Roldán (un año antes de venir a España) la cosa se puso dura, la comida del comedor empezó a ser aún menos variada y más escasa y fuera de la escuela sólo había una cafetería en la que vendían pizzetas de aquellas se especulaba eran hechas de preservativos, pero esos ya eran otros tiempos, para la comida y para mi.

Hoy recordando mi niñez culinaria en mi horario escolar hago recuento y - aunque sigo teniendo “buena boca”- no me explico cómo podía comer tanto.